¿Y es que la nostalgia puede venir envuelta en otra cosa que no sean sueños e ilusiones? Una melodía que nos arrastra a diminutos momentos del pasado, un fotograma que nos eriza la piel y nos hace regresar a un momento inolvidable o quizás un aroma que trae de vuelta emociones ya vividas y archivadas. En sólo tres minutos y antes de que podamos ver en pantalla el ahora inolvidable título La La Land ya estamos a merced de una historia que nos va a embriagar con la vieja fórmula de la era dorada del cine y conste que nos referimos al cine de Hollywood con todos sus puntos y comas.
El director Damien Chazelle nos regala una secuencia inicial que nos deja la parte inferior de la mandíbula debajo de su nivel por un buen rato y con esto se gana nuestra atención. Bastó con tres minutos de esta película para hacerme recordar por qué amo el cine. Como una de esas ironías bizarras el trabajar para la industria me ha arrastrado fuera de las salas de cine (como espectador) y de paso había enfriado una pasión. Pero una vez las luces bajaron y la pantalla se iluminó y las imágenes se juntaron una con otra, mi piel se erizó. El amor no estaba muerto, estaba dormido y bastó con una dosis de nostalgia cinematográfica para revivirlo.
Fred Astaire y Ginger Rogers, Gene Kelly y Debbie Reynolds, ahora Ryan Gosling y Emma Stone. Es a ese nivel que se eleva la química y el magnetismo en esta historia de amor de tono clásico pero con tintes de modernidad y con un discurso social que nos mueve a la introspección. Muy bien Sebastian y Mia pueden ser cualquiera de los ciudadanos promedios de este planeta tierra y su historia una de las de miles de talentos que han ido en busca de un sueño a la ciudad donde los sueños se fabrican. “Uno renuncia a sus sueños y madura” se le antoja decir a Mia aún sin saber si es eso lo que quiere decir. Tal vez es ahí donde se encuentra la esencia de ese guión del propio Damien Chazelle. Utilizando el paralelismo de las estaciones del año Chazelle se las ingenia para montar un drama romántico caminando por las líneas de lo sensible pero sin cursilerías. Los personajes tienen vida, sus emociones tienen profundidad y los tonos llegan con la primavera, el verano, el otoño y claro el invierno.
El lienzo donde Sebastian y Mia cobran vida está hecho de acordes y melodías, Justin Hurwitz es el responsable de la música de La La Land y su trabajo es superbo. Al igual que en Whiplash donde Hurwitz también colaboró con el director Chazelle, aquí el jazz es una vez más protagonista. Sebastian es jazz y nos hace sentirlo con cada gesto. Mia es la interpretación, es el complemento para las notas de esta partitura. Gosling y Stone logran una pareja inolvidable y los dos demuestran dotes impresionantes. Si al principio mencioné “la fórmula” no quiero que se llamen a engaño, el director inyecta frescura rompiendo las líneas del tiempo y sacando al espectador de la historia lineal de manera abrupta, logrando así un toque de frescura en la estructura de un musical clásico. Las coreografías, las interpretaciones de solos y los sets de ensueños están ahí y nos hacen creer que estamos en los 30, los 50 o los 60 viendo esos montajes que llenaron de gloria la gran pantalla. Pero volvemos a contrastar con la realidad de una ciudad frívola y cruda que destruye los sueños con el mismo ímpetu con que los crea.
Pero el verdadero símil de La La Land lo encontramos en el discurso del director Chazelle y las líneas del personaje de Sebastian cuando habla del jazz como una especie en peligro de extinción y podemos entender que lo mismo pasa en el cine con los musicales clásicos. Pero es Mia quien nos inyecta la esperanza y nos habla de la pasión y de cómo las personas aman lo que a otras personas le apasiona. Al final La La Land es eso, una historia de pasión que nos emociona, nos hace cantar, bailar, reír, llorar, soñar…. ¿no es esto el cine?.