Puntuación: 5 de 5.

Lo de Kill Bill fue amor a primera vista, literalmente. Cuando Quentin Tarantino entregó su cuarto largometraje en 2003 el mundo del cine se sacudió. L’enfant terrible de Hollywood lo volvía a hacer, esta vez con una historia épica de venganza que tuvo que ser partida a la mitad para garantizar su efectiva comercialización. En el 2004 tendríamos el Volumen 2 para confirmar que estábamos presenciando una de las mejores películas del Siglo XXI.

Con Kill Bill: The Whole Bloody Affair, Tarantino finalmente consuma su sueño de presentar el filme en el formato que originalmente fue concebido. Un maratón de 4 horas y 35 minutos con material inédito y la escena animada extendida en la cual nos presenta más detalles del pasado de O-Ren Ishii (Lucy Liu). Capricho o no, la jugada de QT ha servido para revalidar que Kill Bill es una película perfecta. El tiempo, que es tal vez el juez más severo, no le ha podido hacer ni la más ligera mella. Cada plano, cada secuencia, cada personaje, cada línea de diálogo, sigue teniendo la misma fuerza y tal vez más, cuando ya han pasado más de 20 años desde la primera vez que debutó en la gran pantalla.

En el universo de Tarantino sus personajes son lo más importante. Sus historias nacen desde esos personajes que a simple vista parecen sencillos pero que cuando los miramos de cerca son extremadamente complejos y profundos. Kill Bill no es la excepción, por el contrario, es la mejor muestra de como sus películas se construyen desde los personajes. Las acciones, las situaciones y cada escena existen gracias a esos protagonistas. No son una serie de secuencias de acción perfectamente realizadas las que nos enseñan a The Bride (Uma Thurman) en su vendetta. Es The Bride y sus motivos los que nos llevan por esta sangrienta aventura de venganza.

El Arte de la Venganza

Kill Bill: The Whole Bloody Affair es dar un vistazo dentro del cerebro de un genio. Estructurar un filme que combina tantas influencias cinematográficas sin que ninguna sobre o no se acople con la otra es una labor titánica. Spaghetti western, cine de samuráis, cine de explotación de los 70, animé, drama, cine de acción, comedia, todo se mezcla con un equilibrio perfecto. No puedo imaginar otro director fuera de Tarantino con la capacidad para combinar tantos estilos de una manera tan contundente. Aquí nada es gratuito ni decorativo, cada referencia funciona a favor de su guion. Al tiempo que se vuelca en su obsesión y sus homenajes reinventa cada plano para crear un universo propio. Roba de todos y de todo para trascender géneros y épocas.

Estamos ante una de las mejores historias de venganza que el cine ha parido. A nivel de puesta en escena es una película que cautiva. La cámara de Robert Richardson se convierte en protagonista con cada plano danzando al ritmo de la composición de RZA y Robert Rodríguez. La fresa sobre el pastel es la edición de la cómplice de siempre, Sally Menke. Desde Reservoir Dogs (1992) Menke fue la responsable del montaje de todas las películas de Tarantino, ella fue la que dio forma y ritmo a ese universo tarantinesco.

Kill Bill: The Whole Bloody Affair es una experiencia cinematográfica arrolladora. Es el paradigma absoluto de las historias de venganza que se eleva por encima de la violencia convertida en lenguaje para transformar la revancha en poesía logrando un balance perfecto entre lo visceral y lo emocional. Es un proceso íntimo de un director que convierte su obsesión en arte.