La muerte es el oponente ineludible. La idea de la inmortalidad, el símbolo que proyectamos para encontrar confort en la posibilidad de derrotar a nuestro antagonista. Con Frankenstein (2025) Guillermo del Toro suma una nueva adaptación cinematográfica del clásico de Mary Shelley. Desde la primera versión en la era del cine mudo son más de 60 películas para cine y televisión las que han diseccionado al Dr. Victor Frankenstein y a su creación. La versión clásica de 1931 de Universal Pictures con Boris Karloff como el monstruo, es la que más ha trascendido en la cultura popular y tal vez la responsable de desdibujar la idea original de la novela.
Así como el Dr. Frankenstein se obsesiona con la creación de la vida, el director Guillermo del Toro ha estado obsesionado con la historia de Mary Shelley. Frankenstein no es solo una película, es probablemente su proyecto más personal, un relato que lo ha fascinado desde su infancia y que le tomó más de una década llevarlo a la gran pantalla. El director se acerca con rigor a la idea y las propuestas del material original para concebir a un Victor Frankenstein consumido por el deseo de jugar a ser Dios y a una criatura que es un ser inocente y trágico. Entre poesía y tristeza del Toro nos arrastra en su carta de amor a un monstruo que lo ha conmovido por años.
Frankenstein, la poesía trágica
Unos marineros tratan desesperadamente de desencallar su navío atascado en el ártico, un estruendo los distrae y los lleva hasta un hombre que yace moribundo en el hielo, así nos introduce del Toro al Dr. Victor Frankenstein (Oscar Isaac). Mediante un largo flashback Victor le cuenta al capitán del barco su historia y como llegó hasta ahí. De esta forma se construye esta Frankenstein, primero desde la perspectiva del creador y luego desde la perspectiva de la creación. Lo que vemos es la historia desde dos ópticas totalmente distintas que nos relatan un mismo acontecimiento. El director nos cuenta el origen del “monstruo”, que en esta ocasión lo interpreta Jacob Elordi, y nos muestra la debacle moral de su creador.
Frankenstein encuentra su mejor forma en la formidable puesta en escena y la precisa ejecución técnica. Visualmente la película es seductora y mágica. El discurso del director se ancla en el drama existencial que bombardea a la audiencia con dilemas morales. El horror llega desde la inevitable tragedia que pesa sobre cada uno de los personajes. Es sorprendente que un director tan gráfico como del Toro conceda tanto espacio para lograr que el horror llegue más desde lo emocional que de lo visual. El sufrimiento de un ser rechazado, la relación padre-hijo, el dilema ético de ese Prometeo moderno que ha robado el fuego a los dioses y la idea del monstruo como una construcción social, se combinan para crear el núcleo de la historia del mexicano.
Con Frankenstein del Toro no pretende reinventar la leyenda, sino darle una mirada más profunda. Construye un relato épico sobre la ambición desbordada, la locura de jugar a ser Dios y sobre la fragilidad de un ser solitario y rechazado desde su concepción. Contrasta la grandeza y la miseria humana en un solo personaje, al final es la criatura quien nos enseña lo que significa ser humanos, desde su dolor y sufrimiento.





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