Puntuación: 2 de 5.

Podemos ir tan atrás como hasta 1921 y ahí ya encontraremos vampiros en el cine. Drácula tendría que ser el primero, no es para menos. El infame conde de Transilvania ha estado mordiendo cuellos y succionando sangre por tanto tiempo que los de la cruz roja deberían honrarle con un busto o alguna placa conmemorativa. La muerte de Drácula (1921) del húngaro Károly Lajthay, se conoce como la primera adaptación, no oficial, del personaje de Bram Stoker. En 1922 llegaría la leyenda de F. W. Murnau con Nosferatu, otra adaptación sin licencia y bajo el nombre del conde Orlok. De la mano del danés Carl Theodor Dreyer los vampiros se revistieron con un aura de cine de autor en Vampyr (1932), indiscutible obra maestra.

Pues en esa larga tradición de malvados chupasangre se monta el dominicano Osmany Rodríguez. Oz (nombre artístico del quisqueyano) estrenó en Netflix Vampiros vs. El Bronx (2020), una comedia de horror ligero con pinceladas de critica socio-política. La estructura del filme busca sostenerse en el humor que se desprende de la composición de sus personajes y de las situaciones con las que la historia nos los presenta. El punto de partida luce firme pero el camino está lleno de altas y bajas, dejando como resultado un filme irregular.

Un vampiro llamado gentrificación

Puede que lo más interesante de la propuesta de Vampiros vs. El Bronx sea la idea de convertir el elemento de la gentrificación en el villano. Miguel Martínez (Jaden Michael) la emprende junto a dos amigos en una cruzada para salvar la bodega del barrio. Una nueva corporación ha estado comprando negocios para nuevos desarrollos urbanos y en el proceso su amado Bronx se está convirtiendo en un lugar totalmente diferente y poco a poco empuja a sus residentes dejándolos sin más opción que mudarse.

Lo mismo que hiciera Joe Cornish con la divertida Attack the Block (2011) intenta Rodríguez con la idea de disimular el clamor social en las aventuras de los jóvenes que luchan por salvar su identidad. Cornish probó suerte con alienígenas en lugar de vampiros y el terreno de batalla era un barrio de clase baja londinense. En la presente el escenario es el mencionado barrio neoyorkino y los que asedian son los de los afilados colmillos. Otra referencia de la que echa mano Oz es de Joel Schumacher y su The Lost Boys (1987). Podemos imaginar a una especie de híbrido entre estas dos cintas para obtener como resultado Vampiros vs. El Bronx.

El discurso social, con la clase marginada siendo oprimida por la corporación voraz, se pierde entre las líneas del humor que llega a chispazos pero que nunca prende. La figura de los antagonistas se muestra débil y el peligro que asedia la cuadrilla del Bronx no causa mayor espanto. La mezcla entre la aventura adolescente y el horror propio del subgénero de los vampiros no encuentra un equilibrio y el filme transcurre sin encontrar los códigos correctos para desarrollar los conceptos sobre los que reposan las bases del argumento.

Vampiros vs. El Bronx es otra historia de lo que pudo ser y no fue.